Israel, Obama y Estados Unidos deben hacer esfuerzos denodados por solucionar sus diferencias cuanto antes. El actual presidente ha demostrado ya su comprensión del sionismo
BERNARD-HENRI LÉVY 04/04/2010
Se escriben muchas tonterías, y también en Estados Unidos, sobre la supuesta "crisis" que atraviesan actualmente las relaciones entre Israel y ese país. La verdad es que en este asunto conviene distinguir dos niveles de análisis bien distintos.
A corto plazo, primero, no creo que la decisión de acometer la construcción de 1.600 nuevas viviendas en Jerusalén Este tenga el alcance suficiente para generar una ruptura como la de 1975 (cuando Israel se negó a evacuar el Sinaí) o la de 1991 (cuando Bush padre amenazó a los palestinos con sanciones económicas si estos boicoteaban la conferencia de Madrid). Obama es un amigo de Israel. Es el único presidente demócrata que se ha atrevido a decir, durante su famosa entrevista con Jeffrey Goldberg, que tomó su "idea de justicia social" del sionismo. Es el único presidente que insistió en la importancia que tuvieron en su formación política general sus viajes de juventud al Israel de los kibutzim. Es y siempre ha sido, en el seno de la comunidad negra norteamericana, uno de los que más obstinadamente repitieron que ese retorno hacia la tierra prometida que es el sionismo esta "en sintonía con la experiencia afroamericana" y, por consiguiente, con su "propia historia" de "éxodo" y "desarraigo". Y ya que se supone que el motivo de la tensión de hoy es la cuestión de Jerusalén, tampoco hay que olvidar que fue él, y no McCain, quien declaró el 4 de junio de 2008, en plena carrera presidencial, que Jerusalén debía seguir siendo, sic, la capital "indivisible" del Estado judío. Nada hace pensar que haya renegado de tales declaraciones en los últimos quince meses, ni de la confesión según la cual su visión del mundo se forjó en la lectura del Éxodo y de las novelas de Philip Roth, ni de su firmeza hacia un Hamás con el que es imposible negociar mientras no renuncie no sólo al terrorismo, sino a su odio radical hacia Israel. Y esta es la razón por la que no creo que la historia de las 1.600 viviendas nuevas baste para modificar un sentimiento, un credo, casi una fe, profundamente arraigados en su biografía de presidente y de hombre.
A largo plazo, en cambio, a medio y largo plazo, el panorama es mucho menos tranquilizador. No hay que olvidar, para empezar, que Estados Unidos no fue, contrariamente a la leyenda, el más entusiasta a la hora de reconocer a Israel tras su creación. La imagen de las dos naciones "elegidas" que comulgan en su doble y similar "elección" no debe ocultar el hecho de que si Harry Truman tomó la histórica decisión de aplaudir el nacimiento del nuevo Estado, fue contra su Administración, contra su secretario de Estado y, finalmente, contra toda una parte de su opinión pública. La imagen, aunque habría que decir el "tópico", de la alianza privilegiada, cuando no predestinada, entre las dos democracias "mesiánicas" no debe ni puede borrar el hecho de que, durante veinte años, fue Francia, y no Estados Unidos, quien tuvo que proporcionar armas al joven Estado, así como tecnología punta y, en particular, tecnología nuclear. Y si bien todo esto pertenece ya al pasado, si la seguridad de Israel viene siendo desde Kennedy un principio no negociable para todas las Administraciones estadounidenses, no hay que perder de vista otros tres datos relevantes. Estados Unidos no está en absoluto exento de un antisionismo militante, cuya exclusiva suele atribuirse a Europa demasiado alegremente: como prueba, el libro de John Mearsheimer y Stephen Walt, The Israel Lobby and US Foreing Policy, para el que no veo un equivalente en Europa y que defiende la tesis de un complot judío para someter a la diplomacia norteamericana a los intereses de esa potencia extranjera que es Israel. Al mismo tiempo, es el único país en el que un ex presidente de la importancia de Jimmy Carter puede publicar un best seller, Palestine: peace not apartheid, que retoma los tópicos más trasnochados del antisionismo más dudoso; si bien hay que precisar que, en un mensaje dirigido a los judíos norteamericanos el 21 de diciembre de 2009, Carter tuvo que retirar sus palabras más injuriosas. Y en lo que respecta a los lobbies, Estados Unidos es una nación tan pragmática como idealista o religiosa, y nada dice que sus seis millones de judíos vayan a mantener el mismo peso electoral el día en que vean organizarse, frente a ellos, otro lobbyde igual importancia y que defienda las tesis del frente petrolero (la "intransigencia" israelita, obstáculo a la prosperidad del planeta) o las de otra minoría (Nation of Islam y otras hierbas) alimentada por una competencia victimista que, una vez más, sería un error presentar como una especialidad europea o francesa.
Todo esto para decir que la alianza israelo-americana está lejos de ser un dogma escrito desde la noche de los tiempos en el mármol de una historia predestinada.
Y todo esto para repetir aquí lo que no dejo de sugerir a los propios dirigentes israelíes cada vez que tengo ocasión: nada garantiza que Israel vaya a tener siempre aliados tan sinceros y, por tanto, se quiera o no, tan sólidos como la pareja Obama-Clinton; lejos de ser los primeros dirigentes estadounidenses en cuestionar la alianza, tal vez sean los últimos, o estén entre los últimos, que la consideren un axioma; e incluso si, afortunadamente, "aún no es medianoche en el siglo de Israel", tal vez las circunstancias sean, por esta razón y algunas más, más propicias de lo que nunca lo serán para este gran gesto político, para esta reafirmación de los principios fundadores del sionismo, en resumen, para esta declaración de paz que esperan Israel y el mundo. Volveré sobre este asunto.
¡Paz, deprisa!
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